Quetzalcóatl: Inspiración de un México que crea, nombra y cuenta 

Tlacuilos y la deidad de la serpiente emplumada que nos enseñó a leer el mundo de la comunicación, la escritura y los “gráficos”. 

Deidades divinas y propósitos artísticos 

Quetzalcóatl aparece cada vez que México necesita volver a aprender a leer el mundo. No como una nostalgia de museo, sino como un principio: el aliento que se vuelve palabra, la palabra que se vuelve signo, el signo que organiza la vida común. 

En las tradiciones mesoamericanas, la serpiente emplumada no solo es un dios: es una gramática. Su rostro de viento —Ehécatl— recuerda que toda comunicación nace del soplo, del movimiento invisible que empuja la voz; su vínculo con la escritura y los libros ancla ese soplo en memoria. Entre ambos extremos —aire y archivo— se formó un modo de mirar: ver para decir, decir para cuidar, cuidar para dejar huella.

Tlacuilos: escribir pintando, pintar escribiendo 

 En ese puente vivían los tlacuilos, pintores-escribas que no separaban dibujo de texto. Ellos no “decoraban”: componían sentido. En sus manos el glifo no era una ilustración bonita, era una herramienta pública. Un color nombraba; una figura ordenaba; un trazo decidía qué valía la pena recordarse.  

Los tlacuilos eran los editores del mundo: destilaban el rumor de la plaza, el pulso del calendario, el consejo del anciano, y lo fijaban en superficie para que otros pudieran leerlo después. De ese oficio surgieron hábitos que aún sostienen nuestra vida visual: observar ciclos antes de hablar, elegir la forma justa para no traicionar el fondo, diseñar para la comunidad con un propósito de archivo cultural. 

La ciudad como códice vivo 

Si uno camina por la ciudad mexicana con esta conciencia, todo parece escrito por tlacuilos anónimos contemporáneos: la rotulación que orienta sus mercados, la tipografía que personaliza cada local, el mural que narra un duelo o una esperanza, íconos que guían a millones en el metro. 

Estas descendencias son más que herencias: prácticas que se adaptan, cambian de soporte, pero conservan su ética de servicio. No es casual que, cuando una comunidad se organiza, lo primero que hace sea hacer visible su voz: una lona, un cartel, un mapa a mano. La belleza, en estos casos, es algo que te dice “aquí perteneces” mientras te indica por dónde ir. 

Ética del viento, el libro y la gráfica 

Quetzalcóatl, visto así, no era “el dios del arte” en un sentido moderno, sino la intuición de que el arte es comunicación con conciencia. Su dimensión de viento nos previene contra la pesadez: si la forma ahoga al mensaje, no circula. Su dimensión de libro nos protege del olvido: si todo es puro aire, nada queda. El arte digno de esa doble exigencia respira y a la vez se recuerda. Por eso sus huellas son rítmicas: la ciudad que se pinta para ser leída, la fiesta que se organiza como calendario, la pieza que entiende cuándo aparecer y cuándo callar.  

En el estudio y en la calle, los tlacuilos contemporáneos siguen haciéndose la misma pregunta antigua: ¿qué debo omitir para que lo esencial se entienda? En un mundo saturado de imágenes, esta pregunta es radicalmente ética. La infografía que informa sin manipular, la identidad de barrio que evita el cliché, la campaña que respeta la inteligencia de quien la mira: todo eso es tlacuilismo vivo. 

 

Alfabetos que México se da a sí mismo 

 México, por su parte, no ha dejado de inventar alfabetos para leerse a sí mismo. Del códice al cartel, del exvoto al meme, de la cerámica a la señalética, hay una continuidad de ingenio y de cuidado. Cuando el país está más lúcido, su arte no es espectáculo: es infraestructura simbólica. Pone en común criterios —lo que vale, lo que duele, lo que celebra— y ofrece orientación sensible: por aquí pasa el viento, por aquí conviene quedarse.  

En esa continuidad, la intuición que influye Quetzalcóatl funciona como una brújula: no señala un pasado dorado, sino un método presente. Respirar, mirar, nombrar, sintetizar, compartir. Y vamos de nuevo… Convertir capital en cultura y cultura en criterio. Humanizar una experiencia transformándola en lectura compartida. 

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